En el censo de 2021 constaba que Waltham St Lawrence, una pequeña villa del sur de Inglaterra, situada en el condado de Berkshire, cerca de Reading, en el camino de Bristol a Londres, tenía apenas 1242 habitantes. Seguramente algunos más de los que poseía a comienzos del siglo XVIII, cuando el 9 de julio de 1713 vino al mundo en ella John Newbery, el hijo del granjero Robert Newbery.

En la historia de la villa, el apellido Newbery parece haber tenido cierta influencia, pues sus anales registran la existencia de figuras como la de Humphrey Newbery, fallecido en 1638 y antiguo miembro de la Lincoln’s Inn, una de las cuatro prestigiosas sociedades históricas de abogados y jueces de Londres (sociedad que, por cierto, aún existe). Premonitorio es, sobre todo, el hecho de que entre los antepasados de John Newbery se cuente asimismo a un tal Ralph Newbery, impresor en Londres, en la importante Stationers’ Company, a finales del siglo XVI y comienzos del siglo XVII. En cualquier caso, a las alturas de 1713, todo ello hablaría, a lo sumo, de glorias pasadas y probablemente medio olvidadas de alguna remota rama del árbol familiar. Lo cierto es que, cuando John Newbery nace, no deja de hacerlo como el humilde hijo –el secundogénito, para más señas– de un modesto granjero.
Condición humilde que, sin embargo, no le privó ni de aprender a leer ni de recibir una educación escolar básica. La baja fertilidad en Inglaterra a finales del siglo XVII había envejecido sobremanera a la población, pero la tendencia demográfica en el siglo XVIII iba a ser muy otra, llegando a alcanzar la isla, a las alturas de 1770, tasas que superaban con creces las de otros países. Para que nos hagamos una idea: en 1826, la proporción ya era de 1120 niños por cada 1000 adultos. A ello contribuyeron hechos como que, por ejemplo, en 1721, una singular aristócrata, Lady Mary Wortley Montagu, decidiese aplicar a su propia hija la técnica de la inoculación de la viruela, la cual había observado en sus viajes por Turquía. Quedaban aún bastantes años para que, en 1796, se adoptase definitivamente la vacuna contra la mencionada enfermedad, como es sabido una de las más mortíferas con la población infantil que ha habido nunca. De hecho, la propia Lady Montagu había sobrevivido a ella de niña, viviendo el resto de su vida con las secuelas.1 Y quedaban bastantes años, también, para que la mortandad infantil se viese reducida de un modo drástico en toda Europa, pero nada de ello obsta para que, desde comienzos del siglo XVIII, se comiencen a observar ciertas señales de esperanza y de mejora en las condiciones de vida de la infancia en Inglaterra. A consecuencia de esto, se produjo asimismo un aumento de la provisión educativa. Las escuelas de maestra rurales, las llamadas village dame schools, proliferaron extraordinariamente en los primeros cuarenta años de la centuria, financiándose a partir de las donaciones de los benefactores locales. Estas fueron, como señala Margaret Kinnell, el producto de muchas generaciones de preocupación parroquial por la educación del pobre; y, asimismo, como las describe la misma autora, a menudo también instituciones «ásperas, improvisadas, y gestionadas por una abigarrada comunidad de profesores».2 Pero el caso es que fueron. Y que en ellas aprendían de día los niños de los parroquianos, como también, al caer la tarde, lo hacían los campesinos analfabetos para dejar de serlo. Saber leer y escribir, así como contar con algunas nociones básicas de cálculo, se consideraban al fin y al cabo habilidades importantes para llevar adelante el trabajo en la granja y prosperar en él.
Fue así como el pequeño John Newbery pudo tener acceso a la lectura de sus primeros libros, que con toda seguridad no atesoraba en propiedad, puesto que en ese momento estos eran objetos de lujo muy caros y muy fuera de las posibilidades del hijo de un granjero. Aunque no podamos afirmarlo con certeza, tal vez sí podamos suponer que la generosidad de los vecinos más pudientes le permitiría acceder a títulos muy conocidos del momento, como Robinson Crusoe u otros volúmenes de enorme popularidad entre el público infantil de la época, tales como The Pilgrim’s Progress, de John Bunyan, o Gulliver’s Travels, de Jonathan Swift, pese a no haber sido ninguna de estas obras concebida en origen para la infancia. Lo que podemos dar por seguro es que John Newbery fue de niño un ávido lector, aunque el tipo de lecturas a su alcance distase, en su mayor parte, mucho de conformar un canon, digamos, muy elevado: libros para aprender a leer, chapbooks, libros de temática religiosa, spelling books, primers, hornbooks y otros materiales que podríamos denominar como «protoliterarios» irían conformando su primer bagaje lector.3
De modo que este es el ambiente social e intelectual en el que creció quien, andando el tiempo, sería un afamado impresor de libros infantiles (y de todo tipo) en Londres. En 1955, Josephine Blackstock, una promotora de parques recreativos para la infancia, nacida en Canadá, aunque ya por aquel momento ciudadana estadounidense de pleno derecho, publicó Songs for Sixpence, una novelita que fabulaba muy libremente la vida de John Newbery. En la parte que dedica a la niñez del personaje, en concreto, lo retrata como un niño despierto, aunque abstraído en sus lecturas, que lucha contra la voluntad de unos padres desconcertados que prefieren perpetuar en él su linaje de granjeros y miran con recelo y desconfianza las veleidades de lector compulsivo de su retoño. Mucho antes, Francis Newbery, hijo de John, había escrito lo siguiente sobre la infancia de su padre: «Por sus talentos e inteligencia, y un gran amor por los libros, se había convertido en un muy buen erudito inglés. Su mente era demasiado expansiva como para permitirle consagrar su vida a la ocupación de la agricultura».4
Y sí, sobre todo esto segundo muy bien puede ser verdad: de niño, John Newbery fue demasiado despierto y propenso a los libros como para conformarse con pasar el resto de sus días en un ambiente, el de la granja familiar, donde estos quedaban lejos de su alcance. Pero también puede que haya una explicación mucho más prosaica para lo que sigue a partir de aquí en esta historia: ya hemos dicho que John Newbery era el secundogénito del granjero Robert Newbery, cuyo primogénito, también llamado Robert, habría de heredar no solo el nombre paterno, sino también la granja familiar. Dividir la herencia no dejaba de ser una forma de mermar los recursos y el patrimonio de la familia, restringiendo las posibilidades vitales de una parte de los descendientes. Como todo hermano pequeño, John probablemente supo desde muy pronto que tendría que hacerse cargo de su propia vida y emprender su propio camino.
Tenía solo 16 años cuando se decidió a abandonar Waltham St Lawrence y la granja familiar, que pasaba a manos de su hermano Robert, en busca de unas mejores perspectivas de futuro en la cercana ciudad de Reading. Pero quede esa parte de esta historia para nuestra próxima entrega.
De los avatares de la vacuna contra la viruela forma parte una historia que, por cierto, está perfectamente tratada en El mar recordará nuestros nombres, un cómic de Javier de Isusi publicado en 2021, donde se cuenta la Real Expedición Filantrópica de la Vacuna. Esta, bajo los auspicios de Carlos IV, llevó en 1803 desde las costas de Galicia hasta las tierras americanas la vacuna contra la viruela, estableciendo por toda la América española las Juntas de Vacunación, antecedentes de los modernos sistemas sanitarios. Alexander von Humboldt se refirió a ella como «el ejemplo de filantropía más noble y más amplio» que había existido nunca. Quizá el tema merezca alguna futura entrada en esta newsletter.
Véase Margaret Kinnell (1995). Publishing for Children. En Peter Hunt (Ed.), Children’s Literature. An Illustrated History (pp. 26-45). Oxford University Press.
Y si no sabes lo que son esas cosas, no te preocupes; tendremos tiempo de ocuparnos de ellas en los tiempos venideros de esta newsletter.
La cita la recogió en 1885, junto con el resto de la autobiografía de Francis Newbery, Charles Welsh en A bookseller of the last century, reimpreso en 2010 por Cambridge University Press. La original reza así: «by his talents and industry, and a great love of books, had rendered himself a very good English scholar. His mind was too excursive to allow him to devote his life to the occupation of agriculture» (p. 5).