Daría lo que fuese por saber dibujar. Quiero decir, por saber dibujar de una manera medio decente. Cuando veo a los caricaturistas callejeros dar cuatro trazos como si nada, confiriéndole súbita existencia a esos retratos de desconocidos que, de pronto, se parecen más ellos mismos que su imagen de carne y hueso, me quedo anonadado. Lo mismo me sucede cuando voy a alguna firma de cómics y los sufridos autores (¡qué paciencia la suya!) le dibujan a uno, así, con aire medio distraído y en menos de lo que tarda un cura loco en persignarse, que se dice en mi pueblo, un personaje querido en una portada que ya deja de ser para siempre un mero producto de la industria.1 No me explico cómo algo tan difícil puede hacerse como si no costara apenas esfuerzo.

Me sucede desde que era adolescente. Me fijaba en cómo aquellos de mis amigos que sí sabían dibujar lo hacían todo de una manera que a mí, en principio, me parecía sencilla hasta el momento en que trataba en vano de reproducirla por mis propios medios: un trazo aquí, otro allá, un pequeño sombreado en el sitio adecuado y… ¡voilà! Algo que solo unos segundos antes no existía, de pronto tenía la misma consistencia que la mayoría de los mortales (o más incluso, porque para mí, desde luego, el bueno de Corto Maltés tiene más realidad que mis vecinos). Me sigue pareciendo uno de los actos más asombrosos que pueden contemplarse en este mundo. Quizá por eso, cuando lo pienso ahora, deduzco que en el fondo no hay tanto azar como creía en el hecho de que mi vida adulta, lejos de mis planes originales, transcurra rodeada de libros infantiles. Me pirra la ilustración, sin más. Me gusta tanto que, disfrutando de ella, se me olvida la frustración que siempre me ha causado el no saber dibujar, así que esta carta me va a apetecer escribirla solo por darme el gusto de hablar un poco de ese arte para mí arcano. En concreto, aludiré a dos ilustraciones que me fascinan. La primera la tienes arriba y te ruego que no la pierdas de vista.
Se la debemos al británico Randolph Caldecott, al que muchos consideran poco menos que el inventor del álbum. Es la imagen con la que cierra su versión ilustrada de «Baby Bunting», una conocida nursery rhyme, una canción infantil inglesa.2 La historia que cuenta la canción es sencilla: un bebé se queda sin su baby bunting y papá sale a cazar para conseguir una piel de conejo con la que hacerle uno nuevo. La versión de Caldecott es un dechado de ironía en el que la imagen funciona como contrapunto a la letra: no solo por lo ceremonioso que es todo, con un padre vestido como si fuera a una partida de caza con el mismísimo rey de Inglaterra, sino también por lo ridículo. De hecho, ya metido en faena, resulta que el intrépido papá cazador es incapaz de cazar conejo alguno, de modo que acaba comprando la piel del mismo en una tienda. Esto de la tienda, por cierto, no se deduce en ningún momento de la letra de la canción infantil, pero Caldecott es Caldecott y no parece muy por la labor de limitarse a ilustrar lo que esta dice literalmente, sino que amplifica sus significados con una mezcla perfecta de ternura y socarronería. El caso es que así es como esta figura paternal provee a su bebé de su baby bunting de piel de conejo en la versión de este maravilloso artista. Pero si bien la canción acaba con el bebé ya embutido en su baby bunting, la ilustración de Caldecott añade una sorpresa final: la imagen de arriba, que para acrecentar el efecto sorpresa nos la encontramos al volver la página.
Te cuento ya que es una imagen que fascinó a Maurice Sendak: «¡Daría lo que fuese por tener el dibujo original de ese bebé!», escribió en 1978.3 Tengamos en cuenta, primero, lo que supone esta imagen en el contexto en el que aparece: donde la canción calla, Caldecott se recrea en este paseo de la bebé con su madre, en el que ambas se encuentran con una colonia de conejos que juega en una colina. La pequeña observa a los animalitos con asombro. La imagen nos habla de extrañeza, de revelación incluso, de la verdad de un mundo que nos hace entrever la crueldad de sus leyes por un momento. Al fin y al cabo, la piel de conejo que lleva la pequeña ha tenido que ser arrancada del cuerpo de una criatura como las que tiene delante, la mayoría de las cuales, por cierto, parecen ignorarla por completo. Todas, decimos, excepto una: la que se queda mirándola con cierto aire recíproco de sospecha. Donde nadie la esperaba, Caldecott introduce la perplejidad. Así lo define Sendak:
«Todo está en el ojo de ese bebé —solo dos líneas, dos simples trazos de pluma, pero están hechos con tanta maestría que expresan absolutamente... bueno, cualquier cosa que uno quiera leer en ellos. Yo leo: asombro, consternación ante la vida. ¿De aquí vienen las pieles de conejo? ¿Tiene que morir algo para vestirme?».4
No se necesita mucho más que esos «dos simples trazos de pluma» para lograr el efecto turbador que logra Caldecott. Y no se necesita debido a la peculiaridad que explica maravillosamente bien Scott McCloud en Entender el cómic, la cual concierne a la potencia expresiva que atesora la economía de recursos. Se trata de un principio básico de la imagen. En concreto, de este:

Lo sabemos bien en un mundo en el que las prisas y la búsqueda constante de inmediatez nos llevan a hacer recaer buena parte del peso de la comunicación humana diaria en un limitado repertorio de emoticonos. Los bebés aprenden pronto a ver la caricatura –es decir, el trazo universal– del rostro de los adultos que los cuidan. Ese proceso forma parte de nuestra educación primordial, que es la más olvidada, lo que no obsta para que empezamos a ser parte del mundo de esa manera. Cada vez que mandamos una carita sonriente, triste o perpleja a otra persona en nuestro teléfono, en el fondo, no estamos sino poniendo en práctica con nuevos medios lo que aprendimos en nuestros primeros meses de vida.
Y así es como llego a una de mis ilustraciones favoritas de todos los tiempos. Un niño de siete años acaba de perder a sus padres en un accidente de coche en Noruega y se queda solo en el mundo con su abuela. ¿Qué pasaría por la cabeza de ambos justo en el momento posterior a la desgracia? Así es como lo ilustra Quentin Blake en Las Brujas, de Roald Dahl:

Estoy seguro de que ya te habrás dado cuenta de que si trato ahora de explicarte lo que veo en esa ilustración, si hago el más mínimo comentario al respecto, estoy condenado al fracaso. Nada de lo que diga será más preciso ni más profundo que lo que la imagen ya revela por sí sola. Y todo recae en esos tres puntos, en esos tres simples puntitos oculares.
Me temo que todo lo más que puedo hacer, y eso ya resultará bastante, no es sino plantearme la misma pregunta que quizá tú también te estés haciendo ahora: ¿cómo es posible?
La última vez, en el Salón Internacional del Cómic de Granada, JeanLouis Tripp me dibujó una versión de sí mismo con 18 años en su extraordinario El hermano pequeño (Norma Editorial, 2024). Debo admitir que me genera mala conciencia este tipo de dedicatorias que en Europa, o por lo menos en España, se exige que los autores hagan de manera gratuita como parte de la promoción: es cansada e imagino que no siempre los lectores somos amables. Con todo, y por caro que sea un libro, una dedicatoria de ese tipo nunca estará pagada.
El «Baby Bunting» es lo que en español llamamos mono para bebés o, en todo caso un traje de una sola pieza de algodón que se les pone a los pequeños para dormir, también conocido como «sobrepijama» o «pelele». En algunos países de América recibe asimismo los maravillosos nombres de «mameluco» o «pelucho».
Maurice Sendak, Caldecott & Co. Notes on Books & Pictures. New York: Michael di Capua Books, Farrar, Straus and Giroux, 1988. El original dice así: ««I'd give anything to have the original drawing of that baby!» (p. 23). No voy a descubrirle yo ahora a las personas que leen esta newsletter lo que Sendak significa para la ilustración, pero quizá alguna de ellas no sepa que, además de ser él mismo uno de los mejores ilustradores de todos los tiempos, Sendak era un talentoso erudito y un perspicaz estudioso del arte con el que se ganaba la vida. El libro del que entresaco la cita, que es una colección de artículos sobre ilustración, es un repositorio incesante de buenas ideas y finezza interpretativa.
Marice Sendak, Caldecott & Co., 19888. El original dice así: «It's all in that baby's eye -just two lines, two mere dashes of the pen, but it's done so expertly that they absolutely express ... well, anything you want ot read into them. I read: astonishment, dismay at life. Is this where rabbit skins come from? Does something have to die to dress me?» (p. 24).
Qué bella reflexión